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22 diciembre, 2019

Vargas, una geografía entre la montaña y el mar. A 20 años de la tragedia


Quintín Longa, salvavidas de Macuto. 
Tejedor de atarrayas y de historias
(1911 - 1994)

El alargado y estrecho espacio geográfico del estado Vargas se extiende entre la montaña y el mar, con casi mil quinientos kilómetros cuadrados de territorio mayormente montañoso, localizado en la región venezolana denominada Litoral Central. El mar Caribe, sobre el cual el estado asoma cerca de 120 kilómetros de costas, y las cumbreras de la serranía del Litoral, de abruptas vertientes norteñas por las que se precipita la caldereta, limitan y definen la geografía de la entidad federal que desde 1864, con múltiples variantes político-administrativas, honra la memoria del ilustrísimo prócer civil José María Vargas. La montaña es una presencia constante en el estado Vargas, desde la cima del Naiguatá, a 2.765 metros de elevación, hasta los peñascosos tramos costeros, donde se hunde directamente en el mar.
Pero la montaña también está presente en los conos y abanicos aluviales sobre los que se asientan los principales centros poblados, así como en los pedregosos playones que bordean las pequeñas ensenadas –Macuto es uno de los mejores ejemplos,- donde “a lo largo de la playa resuena interminable el fragor del pedrusco arrastrado por la resaca”, en palabras de Rómulo Gallegos. Porque los peñones, gravas y arenas que conforman aquellas acumulaciones, fueron alguna vez arrancados de la montaña y depositados a orilla del mar por torrentes como el Piedra Azul, el Osorio, El Cojo, los Camurí -Chico y Grande-, el San Julián y otros, que bajan de las alturas avileñas como mansos hilos de agua si sólo los alimenta el escurrimiento de la selva nublada, o como descomunales corrientes de inmenso poder de arrastre, cuando reciben en sus cabeceras precipitaciones de extraordinaria magnitud, como las de febrero de 1951 y de diciembre de 1999.
Alguien podría hablar, entonces, también de un tremendo poder destructivo, pero esta apreciación sería marcadamente antropocéntrica y pasaría por alto flaquezas exclusivamente humanas, como la ignorancia, la desmemoria y la irresponsabilidad. Quizá también la miseria. La evolución cuaternaria del Litoral Central registró numerosos episodios de esta última naturaleza: formidables crecientes cuyas huellas están depositadas en los estratos milenarios que conforman una suerte de infolio geológico, cuyas páginas no han terminado de estudiarse.
Del siglo XVIII, en cambio, parten las noticias consignadas por la historia documental. Las crónicas coloniales refieren, para esta región, eventos pluviométricos de extraordinaria magnitud en enero de 1742, diciembre de 1796 y mediados de febrero de 1798. Este último, comentado por Humboldt y reseñado ampliamente por Eduardo Röhl, tuvo consecuencias particularmente desastrosas en la ciudad portuaria de La Guaira. Probablemente del mismo origen meteorológico, Röhl destacó también el episodio del 14 de enero de 1914. Y formuló precisas recomendaciones para evitar similares tragedias en el futuro. No se hablaba mucho entonces de frentes fríos y aún menos de vaguadas.
En febrero de 1951, la entonces recientemente fundada Sección de Pronóstico del Servicio de Meteorología de la Fuerza Aérea Venezolana, con la firma de Antonio Goldbrunner presentó la situación atmosférica que los días 15 y 16 generó lluvias intensas de larga duración, que afectaron gravemente el Litoral Central. Numerosas vidas y propiedades se perdieron entonces, pero el archivo municipal de Macuto fue puesto a salvo por un destacado nadador, nacido en Naiguatá, que ejercía como salvavidas en aquel balneario. Se llamaba Quintín Longa.
El frente frío y la vaguada volvieron a mediados de diciembre de 1999, guardando un asombroso parecido en los mapas del tiempo, con los fenómenos de 1951. Las lecciones de la Historia, de la Geología y de la Meteorología no habían sido asimiladas. Las recomendaciones de los expertos no habían sido escuchadas. Y las autoridades llamadas “competentes” tenían otras prioridades por esos días. Las crecientes y sus efectos geomorfológicos, ahora llamados “deslaves”, cobraron una vez más muchas vidas y propiedades. Quintín se había ido cinco años antes y nadie pudo poner a salvo los recuerdos que guardaba en su casita el legendario salvavidas de Macuto. Probablemente, tampoco los archivos municipales.
Veinte años después, importantes preguntas, como aquéllas referidas a los registros pluviométricos del evento meteorológico extraordinario de diciembre de 1999, aún no han sido respondidas satisfactoriamente. Quedó en el léxico popular la palabra “vaguada”, repetida hasta su banalización, la cual pareciera repercutir en la forma como se ha emprendido el proceso de reconstrucción de una geografía  localizada entre la montaña y el mar. 

La Urbina, 22 de diciembre de 2019

Sergio Foghin-Pillin
Centro de Estudios del Medio Físico Venezolano
Instituto Pedagógico de Caracas (UPEL-IPC)
(Fuente de la fotografía: http://ppr-aracamuni.blogspot.com/2017/05/el-salvavidas-de-macuto.html)