Sergio Foghin-Pillin
Estamos a comienzos de la Semana Santa
de 2016. El noreste de Caracas, así como el eje Guatire-Guarenas y otras
comarcas del estado Miranda y de Venezuela, se ven envueltas en una espesa
bruma, producida sobre todo por el humo de los incendios forestales que, tras
largos meses de sequía, comienzan a hacer estragos en extensas áreas de sabanas
y de bosques de la región caraqueña. El fenómeno de la bruma -o calina-, es
recurrente durante la temporada seca anual, pero, como es natural, se
incrementa en los años más secos, condiciones que generalmente van asociadas a
la presencia del fenómeno conocido como El Niño, el cual, en esta oportunidad,
se encuentra activo aproximadamente desde abril de 2015 hasta el presente,
aunque por esta fecha presenta signos de extinción, según muestran las
observaciones oceanográficas y meteorológicas.
La marcada
estacionalidad pluviométrica, característica de gran parte del territorio
venezolano, es conocida desde los tiempos coloniales, como lo evidencia el
frecuente uso de los términos “invierno” y “verano” en las crónicas de la
época. Por ejemplo, la expresión “si el verano es dilatado”, usada por
Luis Alberto Crespo como título de uno de sus más conocidos poemarios, procede
de aquellas crónicas.
El insigne
naturalista Eduardo Röhl (1891-1959) en un artículo intitulado Los
veranos ruinosos en Venezuela[1],
refiere los principales episodios secos en la historia venezolana. En dicho
trabajo se destaca, entre otras, la temporada de sequía extraordinaria del año
1869, también bajo control del fenómeno El Niño, activo durante el trienio
1867-1869. Aquel año, en la región de Caracas los incendios forestales fueron
de tal magnitud que los estudiosos Agustín Aveledo y Manuel Landaeta Rosales lo
designaron como “el año de la humareda”, según señala Röhl en el trabajo antes
citado.
Ya en el siglo XX, otro
evento El Niño estuvo activo durante el bienio 1925-1926, registrándose
nuevamente extensas quemazones de vegetación en gran parte del territorio
venezolano, con la consiguiente formación de brumas espesas, situación que
describió detalladamente el observador hidrográfico del Orinoco, Ernesto
Sifontes, a la que denominó “la humareda”[2].
Es también de interés señalar que en dicha descripción de Sifontes figuran los
elementos meteorológicos que, con la mayor probabilidad, sirvieron de base a
Rómulo Gallegos para escribir el grandioso capítulo intitulado «Las humaredas»,
en la novela Cantaclaro, publicada en 1934.
Por lo que se refiere
a los registros instrumentales de precipitación, la estación meteorológica de
Caracas-Observatorio Cagigal presenta información desde 1891. En esta serie de
datos, la más extensa disponible en Venezuela, se aprecian totales
pluviométricos anuales consecutivos que pueden estar, durante dos o tres años,
entre un 30 y un 50 por ciento, aproximadamente, por debajo del monto medio
anual de dicha serie; en otras palabras, se trata de períodos de
varios años consecutivos con déficit de lluvias. Sequías plurianuales o, como
diría el cronista colonial: “veranos dilatados”.
No debería causar
extrañeza, entonces, que la región de Caracas experimente, una vez más, el
flagelo de una sequía meteorológica severa y vuelvan también “las humaredas”.
De lo antes expuesto se desprende, así mismo, que no pueden atribuirse las
actuales condiciones meteorológicas al cambio climático global, al menos no
hasta tanto se produzcan investigaciones científicas que así lo prueben.
En todo caso, la
valiosa información que contienen las bases de datos climatológicos debería
servir para reducir el impacto de las condiciones atmosféricas adversas sobre
la población, a través del manejo adecuado de los recursos hídricos y de la
planificación, a mediano y largo plazo, de su captación, conservación
y uso, tanto para el consumo humano como para el riego y la generación de
hidroelectricidad.
La Urbina, 22 de marzo de 2016
[1] RÖHL, E. (1948). Los veranos ruinosos en
Venezuela. Boletín de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y
Naturales. 11(32): 427-447.
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